Todas las navidades, la Disney se afana en estrenar internacionalmente un producto lo suficientemente competitivo como para convocar a la familia al completo en las salas de cine, que además se ven casi obligadas a entrar en la vorágine del merchandising que le envuelve, con tal de contentar a los más pequeños en las jugueterías y prácticamente en cualquier ámbito. Aunque muchos puedan pensar que ahora la compañía más importante de animación pretende seguir bebiendo de la moda “jurásica” implantada por Spielberg hace siete años con sus dinosaurios infográficos, nada está más lejos de la realidad, ya que “Dinosaurio” es un proyecto que llevaba varios años en las carpetas de la producción de esta compañía, que ha pasado por innumerables manos y enfoques -desde la idea original planteada por Paul Verhoeven y Rob Bottin- y que ha esperado precisamente a que se pase la resaca de la “dinomanía” para estrenarse.

Centrada en la historia de un Dinosaurio que se cria lejos de su hogar, entre una familia de lemures -precisamente, igual que su último gran éxito en taquilla, “Tarzan”- y que salva a buena parte de su tribu del exterminio -tanto natural, con la supuesta teoría de los meteoritos en la desaparición de estos animales hace millones de años, como obligado, al ser cercado por los depredadores carnívoros de esas eras- la historia peca de ingenua y excesivamente preciosista: utilizando el famoso sello “Disney”, los personajes se devanan en los arquetipos clásicos de sus filmes de animación más ancestrales -con personajes divertidos pero profundos, moralina incluida- pero se incluyen elementos algo brutales y adultos para un producto de estas características. Todo ello está agitado y servido en una cocktelera de lujo, con los efectos especiales más alucinantes que uno pueda ver. Pero... después de apabullarnos con la sensación de realidad de los bichos... ¿Qué queda? Pues poco. Porque no es ni chicha, ni limoná. Ni es una película de adultos -con concesiones demasiado infantiles-, ni es una película de niños.