Aunque Woody Allen no sea profeta en su tierra -de hecho, sus filmes solamente funcionan bien en taquilla en países como Francia o España-, si que ha conseguido impregnar su discurso de filosofía existencial norteamericana, y más concretamente, neoyorquina: en un cosmos donde alguien del arrabal se puede convertir fortuitamente, de la noche a la mañana, en un potentado, el peculiar clarinetista hipocondríaco de Manhattan logra fustigar con una acidez inusitada el llamado “sueño americano”, amplificándolo y distorsionándolo grotescamente hasta el paroxismo. El pretexto argumental para mostrar su universo -que sigue siendo el mismo, pero hábilmente actualizado, rodeado tanto de la complicidad de las capas bajas como del pretendido “glamour” de las capas elevadas de la sociedad estadounidenses- es la historia de un delincuente bastante torpe, que a su vejez, decide dar el golpe de su vida en un descabellado plan que origina un monumental éxito comercial de las galletas fabricadas por su mujer, transformando a un grupo de fracasados, en los capitostes de un “holding” alimenticio de la talla del Empire State Building.

En este caso, es el azar el eje y guía de unos personajes sospechosamente posibles dentro de la vida actual: tan entrañablemente son sonreídos por la Diosa fortuna -que ahora está cegada, como la justicia, o acaso precisamente igual, por aquello de la igualdad con la suerte- descubren sus auténticos orígenes de la forma más caústica y brutal que pudiera imaginarse. Precisamente la maestría de Allen consiste en el film en hacer más banal todo aquello que para muchos es un simple sueño, sólo que aquí no es buscado, sino fortuito. A las geniales interpretaciones de Ullman -impresionante, como ya estuvo en “Balas sobre Broadway”- se unen las de un mito cinematográfico como el propio director, y un Hugh Grant realmente bien aprovechado. Siendo una obra menor y asequible para un gran público -de ahí la vocación de la producción de Dreamworks-, la cinta contiene toda la tradición del mejor Woody Allen.