Todavía los cinéfilos tenemos la enorme suerte de contar con Bertolucci para que siga regalándonos el mejor cine. El maestro de Parma logra con cada película dar una vuelta de tuerca a su mensaje, ese mensaje ya sereno que ha contemplado varios cataclismos sociales, políticos y emocionales a lo largo de su existencia, y todavía no ha perdido su especial y esperanzada mirada hacia la especie humana; a cada película, Bertolucci añade un matiz nuevo a su particular filmografía, que ha abarcado influencias freudianas, marxistas y de toda índole, quedándose al final con ideas simples que sirven de pilares para lo que pudiera llamarse un manifiesto de la ilusión: la sorpresa ante el descubrimiento diario, el amor surgido del más profundo lumpen o la entrega completa evolucionada desde el más brutal egoísmo son simples ejemplos de la grandiosidad de este genio del cine, que aún hoy, sigue manteniendo intacta su capacidad para sorprendernos y epatarnos con su mensaje, líricamente poético y a la vez mundano y cruelmente instintual.
Muchas de sus películas –desde “Novecento” a “El último emperador” o “Antes de la revolución”- hablan de la convulsión social que suponen los cambios en los modos de pensar. En su nueva película, es capaz de hacer conjugar la inquieta y traviesa mirada adolescente de “La luna” o “Belleza Robada” con esta postura de ruptura social, en medio de la mismísima primavera francesa de 1968, donde un adolescente norteamericano se ve envuelto dentro de la especial relación que tienen una chica y su hermano mellizo, extendiéndose desde lo puramente ideológico hasta lo más íntimo y sexual. Además, en esta parábola Bertolucci se permite realizar uno de los más bellos homenajes al séptimo arte, desde Fred Astaire a Godard, pasando por Chaplin o Truffaut.
La simpleza de las imágenes se va corrompiendo a la misma velocidad que la candidez de estos tres chavales, idealistas que luchan por ir descubriendo por sí mismos el sentido de la vida a través de las cosas más triviales, como un buen vino, una caricia, o una determinada secuencia cinematográfica a la que hay que imitar –memorable es la secuencia donde los tres protagonistas emulan la acción de “Banda aparte”, cruzando a la carrera el museo del Louvre-. En esta magistral sinfonía orquestada por Bertolucci, todos los elementos están afinados hasta el límite de la perfección, y encajando milimétricamente unos con otros para conformar una de las más redondas obras del cine contemporáneo, y una de las más completas de este director, que ha sabido conjugar el idealismo con lo material, dinamitando sin piedad con unas turbadoras imágenes la génesis misma de la evolución personal. Aunque el tiempo le dará su justo lugar, ya podemos hablar de “Soñadores” como un verdadero clásico.