En este atípico año donde la Academia de Hollywood ha nominado a un español como mejor actor -algo totalmente inusual hasta la fecha-, una película sobresale por su ternura, delicada sutileza y elevadas emociones sobre el morbo de la sangre de los gladiadores o las evoluciones de las artes marciales. La preciosa fábula que Hallström plantea en “Chocolat”, además de estar ornada con las mejores y más dulces galas de la comedia, consigue que tracemos una mirada cómplice a la intolerancia y la represión, compadeciendo a esos caracteres avinagrados que en el fondo, desean disfrutar de la libertad como el que más.

Ambientada en un moralmente encorsetado pueblecito francés de la posguerra -como muchas fábulas europeas y cinematográficas-, la presencia de una nueva vecina que abrirá una chocolatería en cuaresma, turbará los ánimos de todos los habitantes del lugar, haciéndoles comprobar la sublimación de los sentidos a través de la ceremonial delectación del preciado y exquisito dulce, en sus muchas manifestaciones.

Dirigida con parsimonia, pero efectividad, Hallström, como ya hiciera en filmes como “Las normas de la casa de la sidra”, desflora uno a uno todos los tópicos morales que pudiera tener una sociedad restrictiva, con el agravante de emplear un refinado sentido del humor, aunque sin aflojar ni un ápice del dramatismo requerido. Y por encima de todo, incomensurablemente deliciosa, la confitera Juliette, capaz de turbarnos con su delicada sonrisa y su mirada pícara, haciéndonos disfrutar del más ignoto y excitante sabor del mejor chocolate. Una delicia para los sentidos.